Vino chileno: diversidad es la palabra
Que un país largo y angosto como Chile –en el que ir de extremo a extremo supone toda una aventura– se atreva a explorar sus límites más allá de lo establecido, y que decida mover sus fronteras, tanto por el norte como por el sur para así mostrar nuevos terruños y, por consiguiente, nuevos climas, suelos y formas de hacer vino, sólo habla de que el país vive una nueva juventud en la que diversidad es la palabra.
Con tantos climas diferentes, con tantos viñedos antiguos que hoy se recuperan, con ese afán por retornar a viejos métodos de vinificación, con menos madera y más cuidado por la fruta, con grandes fudres en el que el oxígeno, más que un enemigo, es quizás un aliado, con más estudios de suelo, más alturas y más microclimas, era lógico que Chile ya pediría cambio en el equipo para incorporar, desde la banca, a cepas que parecían relegadas pero que hoy le entregan al portafolio chileno más relieves, más capas. En definitiva, y como el paisaje mismo dicta, más aventura.
El sommelier Josep Roca, jefe de sala de El Celler de Can Roca (mejor restaurante del mundo 2013 y 2015, según la lista del World´s 50 Best Restaurants) recorrió Chile, de sur a norte –y no al revés– para entender mejor la situación actual del vino chileno. Y se encontró con paisajes emocionantes, con viejos agricultores que mantienen la tradición familiar, con campesinos que se niegan a coquetear con las modas o la tecnología, con estudiosos del terroir, con cepas poco explotadas y por una gastronomía local que acompaña sin volteretas de más un sabor propio y auténtico. En el valle de Malleco, el extremo sur vigente de Chile –porque hay proyectos más australes, cerca del lago Ranco, al sur de Valdivia, aún en desarrollo– nacen vinos deliciosos y gastronómicos como SOLdeSOL, de viña Aquitania, un chardonnay sabroso y balanceado, con un notorio trazo mineral, de gran profundidad; subiendo hacia el valle de Itata, otro chardonnay en el mismo estilo se asoma; Pandolfi Price, que además entrega una nota de particular chispa, crujiente, vibrante. Sólo con estos dos ejemplos notamos una evolución en el chardonnay fuera de las notas malolácticas tan obvias –esa sensación oleosa en boca, de mantequilla– y con menos madera. El vino se hace de fruta y la madera es un condimento. Aquí lo entienden.
Josep Roca visitando bodegas en Chile.
El mismo valle del Itata ha demostrado jugar con cepas interesantes y que no estaban en el catálogo del vino chileno (país, cinsault, moscatel y semillón, entre otras), a pesar de ser variedades que llevan casi un siglo plantadas en estos viejos viñedos de secano, sin riego tecnificado y muchas veces sin conducción. La viña se presenta desnuda, en su estado más salvaje, produciendo vinos de gran personalidad, muy frutales, jugosos, estimulantes. Y es que, de la mano del doctor en terroir Pedro Parra, Josep Roca pudo conocer un lugar que en Chile ha hecho una revolución silenciosa y a la vez tardía, pero que hoy, muy de a poco, está sentando las bases de una nueva enología. Suelos graníticos antiguos, roca en descomposición, fracturada. Paisaje amosaicado. Feroz belleza. Una que se expande hacia el valle del Maule, donde resurgen ejemplos de vinos también jugosos, como los que ofrece la realidad de Cauquenes, que se ha hecho buena fama por sus pipeños. Se trata de vinos normalmente hechos con cepa país, que descansan en viejas pipas, o fudres de raulí, para luego embotellarse como un vino básico pero que, de a poco, está atrapando miradas. Uno de los primeros en tomar esa bandera fue el enólogo francés Louis-Antoine Luyt, cuyos vinos ya dan la vuelta al mundo y que, sin ir más lejos, se ofrecen dentro de las miles de referencias que seleccionó Josep Roca para El Celler de Can Roca. Y así, nombres como Clos des Fous, Maitía, Aristos, Huaso de Sauzal, Bouchon, Las Luciérnagas, Bisogno y Erasmo siguen completando un mapa sureño lleno de matices, que cuentan una historia y de dónde vienen.
Josep Roca con Juan Luis Huerta durante el viaje de prospección a Chile.
Si nos vamos al extremo norte de Chile, pasando por los interesantes vinos de Colchagua Costa –buenos ejemplares bajo las etiquetas de viña Koyle– llegamos a Huasco, donde los vinos Tara (de bodega Ventisquero) son los más extremos de Chile. La frontera norte. Parras plantadas en pie franco –con sus propias raíces– en suelos calcáreos y salinos, sufren y luchan, para dar una uva concentrada y rica, cuyo mosto fermenta pero no se filtra. Así, vinos blancos y tintos, turbios y deliciosos, minerales y definidos, salen de Chile al mundo en producciones limitadísimas, que no superan las 800 botellas por añada y, en algunos casos, las 500. También forman parte de lo que Josep Roca ha seleccionado para su restaurante. Limarí y Elqui le siguen perfilando hacia el sur, aún siendo una zona que representa todo lo que el norte de Chile es. Proyectos llenos de energía, que crecen bajo cielos prístinos, como Alcohuaz, del enólogo Marcelo Retamal, con una bodega en obra alucinante, diseñada con lagares, huevos de cemento y fudres austríacos. Garnachas, cariñenas –dice que la más alta del mundo, plantada a 2.179 metros– y un malbec que te eriza la piel se dejan degustar. Un poco más abajo, el proyecto Talinay, de viña Tabalí, regala vinos que van con la gastronomía local, como los camarones de río y los locos, una mezcla entre caracoles de mar y abalones. Talinay es un viñedo de 80 hectáreas con muchísimos suelos calcáreos, es decir, de una mineralidad brutal. El chispeante resabio a tiza está en el sauvignon blanc, pero se siente también en el chardonnay. Y aunque no está en su proyecto Roca Madre –un malbec alucinante, plantado sobre roca andesítica de origen volcánico–, éste cautiva a Roca. Como todo lo que Chile ofrece hoy, desde una diversidad nunca antes vista.