¿Qué son los gases de efecto invernadero o 'greenhouse gases'?
Los gases de efecto invernadero son gases que retienen parte de la radiación infrarroja que emite la Tierra tras ser calentada por el Sol, es decir, gases que retienen energía en la atmósfera. Aunque no son contaminantes, la actividad humana ha incrementado en los dos últimos siglos su concentración y, por ende, ha variado el clima repercutiendo en la sostenibilidad del planeta.
Todo empezó en un laboratorio casero. Eunice Newton Foote era lo que hoy consideraríamos una científica amateur, pero sus experimentos cambiaron nuestra forma de entender el clima y el planeta. Era 1850 y entonces no se le hizo mucho caso (era una mujer y no formaba parte de ninguna de las grandes instituciones académicas), pero Foote descubrió que cada uno de los gases que componen la atmósfera retiene la energía de forma diferente. Descubrió los gases de efecto invernadero o ‘greenhouse gases’.
Sus investigaciones partían del trabajo anterior de Joseph Fourier, un matemático francés que fue el primero en desarrollar la idea de que la atmósfera del planeta retenía parte del calor que recibía del Sol. Había algo en el aire que nos rodeaba que funcionaba como los cristales de un invernadero e impedía que la temperatura se desplomase de noche (como sucede en otros planetas sin atmósfera).
Eunice Foote descubrió que ese algo eran, sobre todo, el dióxido de carbono (CO2) y el vapor de agua. Poco después, John Tyndall, comprobó que Foote tenía razón y añadió el ozono al conjunto de gases de efecto invernadero. Tyndall, esta vez sí, fue escuchado. A finales del siglo XIX, Svante Arrhenius relacionó la quema de carbón (la edad industrial estaba ya a pleno rendimiento) con el aumento del CO2. Y pronosticó un probable aumento de las temperaturas de hasta 4°C si se duplicaba la cantidad de CO2 en la atmósfera, cuando nadie hablaba todavía del cambio climático. El resto es historia.
La evolución de los gases de efecto invernadero
En los últimos miles de años, sin embargo, su concentración ha permanecido bastante estable, contribuyendo con ello a la estabilidad del clima y la relativa bonanza que ha disfrutado la especie humana. Pero la revolución industrial lo cambió todo a partir de 1750.
“Es importante destacar que los gases de efecto invernadero no son gases contaminantes, son componentes básicos de la atmósfera”, ha señalado José María Baldasano, Catedrático Emérito de Ingeniería Ambiental de la Universitat Politècnica de Catalunya. “Son gases que retienen parte de la radiación infrarroja que emite la Tierra tras ser calentada por el Sol, es decir, gases que retienen energía en la atmósfera. Lo que ha pasado en los dos últimos siglos es que la actividad humana ha incrementado su concentración”.
La emisión de gases de efecto invernadero a través de las actividades industriales y, sobre todo, la quema de combustibles fósiles, ha multiplicado por 100 la tasa de incremento de estos gases en la atmósfera en los últimos 60 años. Como resultado, la temperatura media planetaria ha subido 1,1 °C desde principios del siglo XX. A su vez, todo este exceso de energía está provocando el cambio del clima y multiplicando la recurrencia y la intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos.
¿Cuáles son los gases de efecto invernadero?
“El planeta tiene un balance radiativo, un equilibrio entre la cantidad de energía que recibe y la cantidad de energía que emite de vuelta al exterior en forma de radiación infrarroja. Los gases de efecto invernadero atrapan parte de ese infrarrojo terrestre”, ha añadido Baldasano. Si aumenta la concentración de estos gases, aumenta la energía acumulada y todo el sistema se intenta reajustar hasta alcanzar un nuevo equilibrio. En el proceso, todo cambia.
- CO2: el principal culpable del cambio climático. El dióxido de carbono es un importante gas de efecto invernadero. No es el más potente, pero sí uno de los que se encuentra en mayor concentración y permanece más tiempo en la atmósfera (su vida media es de cerca de 1000 años). En el año 1800, había 283 partes por millón de CO2 en la atmósfera (0,0282 %). Hoy, según los datos de referencia del observatorio de Mauna Loa, en Hawái, su concentración es de 418,90 partes por millón. “La combustión del carbón primero, con el inicio de la revolución industrial en 1750, y del petróleo y el gas después, genera gran cantidad de CO2 y agua. Además, otra actividad humana que emite CO2 de forma importante es la preparación del cemento”, ha explicado José María Baldasano. Teniendo en cuenta su potencial de efecto invernadero, el CO2 es el protagonista del 74 % de las emisiones que están causando el cambio climático antropogénico.
- Metano: más allá de la ganadería. El metano (CH4) ha recibido mucha atención en los últimos años. Su potencial de efecto invernadero es muy elevado (es 25 veces más potente que el CO2), pero su vida es mucho más corta, de unos 10 años. Además, en la Tierra se produce de forma natural, a través de la descomposición anaerobia (en ausencia de oxígeno) en los humedales, los incendios forestales (en los que la actividad humana también juega su papel) y la digestión de los rumiantes (tanto salvajes como domésticos). Aun así, existen fuentes de emisión de metano exclusivamente humanas. De acuerdo con los datos facilitados por Baldasano, alrededor del 18 % del metano se emite en las instalaciones de extracción de petróleo y gas, mientras un 17 % lo emiten los rumiantes (tanto en explotaciones ganaderas como de forma natural). El cultivo de arroz, el cereal más consumido en el mundo, es responsable del 10 % de las emisiones, y la descomposición de basura en vertederos emite un 7 % del total.
- Óxido nitroso y gases fluorados: potentes, pero escasos. El N2O y los gases fluorados son otros dos gases de importante efecto invernadero. El primero de ellos, el óxido nitroso, se produce tanto de forma natural como artificial. Su vida media en la atmósfera es de algo más de un siglo, pero su potencial de efecto invernadero es 300 veces el del CO2. Aun así, a nivel mundial, suma menos del 6% de todas las emisiones. Mientras un 40 % de estas se generan de forma natural en los procesos de fertilización de los suelos y un 20 % se emite desde los océanos, el restante 40 % tiene origen humano (sobre todo, en la fertilización artificial de los campos agrícolas). En cuanto a los gases fluorados, su origen es exclusivamente humano. Se usan, sobre todo, para sustituir a los clorofluorocarburos (CFC) que se han ido retirando del mercado por ser causantes de la destrucción de la capa de ozono. Todos los gases fluorados (incluyendo algunos CFC todavía en uso) representan alrededor del 2 % del total de emisiones de gases de efecto invernadero. Menos mal que son pocos, porque el potencial de calentamieno de alguno de ellos multiplica hasta 22 000 veces el del CO2.
¿Y qué pasa con el vapor de agua?
Tanto Eunice Foote como Tyndall señalaron al CO2, pero también al vapor de agua. De hecho, se calcula que el vapor de H2O es responsable del 60 % del efecto invernadero terrestre. Sin embargo, este no controla la temperatura de la Tierra directamente, sino que es al revés: su concentración en la atmósfera depende del calor que haga en el planeta. Además, forma parte del ciclo del agua y sus concentraciones cambian rápidamente en función de la temperatura del aire y la superficie. Es decir, su vida útil en la atmósfera es muy breve.
“El vapor de agua es un gas de efecto invernadero importante, pero no se acumula, ya que forma parte del ciclo hidrológico del planeta”, señala José María Baldasano. “El problema es que, al calentar la atmósfera, el aire admite más humedad. Se calcula que el aumento de un grado en la temperatura media del planeta ha provocado que el contenido de agua en la atmósfera se haya incrementado un 7 %, retroalimentando el efecto invernadero”.
Existen otros gases de efecto invernadero como el hidrógeno molecular (H2) o el ozono (O3). Este último es bastante potente (unas 1000 veces el CO2), pero su vida es corta. Además, se genera de forma natural en la estratosfera y nos presta un servicio muy importante: conforma una capa protectora que protege a la vida en la Tierra de la mayor parte de las radiaciones nocivas que llegan desde el Sol, como los rayos UV.