¿Qué son los bancos de semillas y para qué sirven?
Conservar ejemplares de especies vegetales para su intercambio y uso sostenible. Esta es la principal razón de ser de los bancos de semillas, donde se mantienen inactivas, pero con su capacidad intacta para germinar y garantizarla alimentación humana, amenazada por el aumento de temperatura, las sequías y el cambio climático.
Cuando John Munro Longyear fundó la Arctic Coal Company en 1906, era difícil imaginar qué les deparaba el futuro a esas minas que estaban a punto de horadar bajo el suelo ártico. El industrial estadounidense levantó la primera operación comercial de extracción de carbón en Svalbard. Esta cambió para siempre el rumbo de uno de los archipiélagos más salvajes del planeta. En su honor se rebautizó Longyearbyen (literalmente, la ciudad de Longyear), capital de las islas noruegas. Sus minas pusieron en marcha una especie de fiebre del oro negro en el Ártico. Pero esa es otra historia.
Décadas más tarde, cuando el fervor por el carbón se había relajado y muchas de las minas de Svaldbard estaban ya abandonadas, el Centro Nórdico de Recursos Genéticos (NordGen) escogió una de las galerías de esas minas para establecer una especie de copia de seguridad de la agricultura. Y allí, en los confines del mundo, bajo la protección del permafrost (un tipo de suelo que permanece siempre congelado), empezó a tomar forma la idea de construir un gran banco de semillas global, un guardián de la biodiversidad vegetal del planeta.
En 2001 se aprobó el Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura, documento que, entre otras cosas, establece la necesidad de conservar los recursos genéticos de plantas agrícolas –las semillas– para su intercambio y uso sostenible. Y en 2004, el Gobierno de Noruega se comprometió a construir y financiar el Banco Mundial de Semillas de Svalbard, no lejos de aquel primer depósito en las galerías abandonadas de Longyearbyen.
Bancos de semillas y seguridad alimentaria
El Banco Mundial de Semillas de Svalbard está excavado al final de una galería que penetra 100 metros en las montañas. En el exterior, solo un edificio de ángulos marcados se recorta contra el paisaje helado. En su interior, a una profundidad de entre 40 y 60 metros, se guarda la seguridad alimentaria del planeta: en la actualidad, allí se almacenan más de 900.000 muestras de semillas, aunque el banco tiene capacidad para guardar hasta 4,5 millones. Pero si bien las de Svalbard son unas instalaciones extraordinarias, este no es el único banco de semillas que existe en el planeta.
Los bancos de semillas, también llamados bancos de germoplasma, son lugares en los que se conservan ejemplares de distintas especies vegetales en forma de semilla, tanto silvestres como agrícolas. “Muchos se crearon en los años setenta y ochenta del siglo XX, en respuesta a la rápida desaparición de diversidad genética de los cultivos. En ese momento, la causa principal de la reducción de diversidad era la sustitución de las variedades locales por un pequeño número de variedades mejoradas”, explica Isaura Martín, ingeniera agrónoma y coordinadora del grupo de conservación de recursos fitogenéticos del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria (INIA) de España, grupo que se encarga, entre otras labores, de conservar su propio banco de semillas.
“Los bancos de semillas suelen tener un doble objetivo: conservar la diversidad genética de las plantas, sobre todo de aquellas en riesgo de desaparición, y facilitar la utilización del material a los expertos en mejora vegetal, los investigadores y otros usuarios”, añade Martín. “Hoy, además del mantenimiento de las variedades locales, los bancos están priorizando la conservación de los parientes silvestres de los cultivos, que son especies que pueden donar características de interés a las plantas cultivadas y, sobre todo, resistencia ante todo tipo de estreses”.
¿Por qué son necesarios los bancos de semillas?
Desde la aparición de la agricultura hace 12.000 años, las variedades locales de las diferentes plantas cultivadas no han dejado de evolucionar de la mano de la selección tanto natural (lo que las hacía más aptas a un entorno ambiental concreto) como humana (los agricultores escogían aquellas variedades más eficientes, resistentes o con mejores frutos). A lo largo de los siglos, estos procesos acabaron resultando en cientos de miles de variedades locales de plantas con características muy diferentes y resistentes a todo tipo de problemas.
Sin embargo, en los últimos 200 años y, sobre todo, a partir de 1950, la biodiversidad genética de las especies cultivadas ha recorrido el camino inverso. Como consecuencia del desarrollo agrícola e industrial (las variedades más uniformes permitieron la verdadera industrialización del campo) y la unificación de hábitos culturales y alimenticios, el número de cultivos y su heterogeneidad no han dejado de descender. En la actualidad, se calcula que el 90% de la alimentación mundial está basado en alrededor de 30 especies vegetales y unas pocas docenas de variedades.
“La falta de diversidad en los cultivos los hace más vulnerables frente a situaciones cambiantes, como pueden ser las provocadas por el cambio climático”, señala Isaura Martín. “En el pasado ya fuimos testigos de catástrofes agrícolas provocadas por la uniformidad genética de los cultivos”. La gran hambruna irlandesa del siglo XIX, causada por la destrucción de casi todas las plantaciones de patata por una enfermedad, o el colapso de la variedad de plátano Gros Michel, que fue la dominante a nivel comercial hasta que en 1965 se declaró virtualmente extinta por un hongo, causante de la enfermedad de Panamá, son algunas de las más sonadas.
“El aumento de la temperatura y de los periodos de sequía, la aparición de nuevos organismos patógenos, así como otras muchas consecuencias del cambio climático de difícil predicción, pueden poner en riesgo algo tan primordial como es la alimentación de la humanidad. Por ello, es imprescindible conservar y tener disponible toda la diversidad vegetal que pueda contribuir a aportar a nuestros cultivos los caracteres de adaptación necesarios para afrontar las nuevas condiciones”, añade la ingeniera agrónoma. “Los materiales genéticos conservados en los bancos de germoplasma son recursos y herramientas esenciales para ello”.
¿Cómo funciona un banco de semillas?
Los bancos de germoplasma conservan las semillas dormidas, inactivas pero con su capacidad intacta para germinar en caso necesario. La mayor parte de las plantas poseen semillas, denominadas ortodoxas, que toleran una desecación intensa y prolongada. Son semillas que incrementan su longevidad cuando son conservadas a baja temperatura y con condiciones de baja humedad. “En los bancos de semillas se recomienda una desecación hasta un contenido de humedad de entre el 3% y el 7% y una temperatura de unos 20 °C negativos”, explica Isaura Martín. “En estas condiciones, las semillas se pueden mantener viables durante un gran número de años. Muchas de ellas vivirán más de 100”.
Todo esto varía en función de las especies. Hay algunas semillas que viven poco tiempo, como las de lechuga, y otras de tienen una gran longevidad, como las legumbres. Para gestionar la conservación de las colecciones de germoplasma (un banco como el del INIA tiene alrededor de 70.000 muestras), es necesario que todo funcione con gran precisión. Por eso, en los más de 1.500 bancos de semillas que existen a nivel mundial, hay una serie de tareas que se abordan de forma sistemática y coordinada, como la limpieza, la desecación y el envasado de las nuevas muestras, la revisión periódica de la germinación de las semillas o la multiplicación de las muestras en campo, si es preciso aumentar la cantidad de semillas o rejuvenecerlas.
“Todo esto supone un volumen de trabajo muy considerable que requiere la disponibilidad de personal técnico adecuadamente formado y entrenado. Pero, a pesar de su posición estratégica en la agricultura y en la alimentación, los bancos de germoplasma sufren frecuentemente falta de recursos y de personal para un mantenimiento correcto de los materiales que conservan”, concluye Martín. “Esto es preocupante, ya que puede dar lugar a pérdidas masivas de materiales, en muchos casos, irremediables”.