¿Qué es el dióxido de carbono (CO2) y cómo impacta en el planeta?
El dióxido de carbono es un gas incoloro, inodoro y compuesto por oxígeno y carbono. Sus emisiones son una de las principales causas del calentamiento global. Un problema causado por la actividad humana y agravado por la larga pervivencia del CO2 en la atmósfera. Ante la amenaza de una escala sin precedentes, se plantea el almacenamiento subterráneo.
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El dióxido de carbono (también conocido como anhídrido carbónico) ‘habita’ la atmósfera en una proporción media de 380 partes por millón. Esa presencia es una de las estaciones del ‘ciclo planetario del carbono’, explica Rafael Sardá, investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España y colaborador académico en una escuela de negocios.
Tal ciclo circula entre los cuatro espacios planetarios que incluyen los llamados reservorios activos: la atmósfera, la biosfera, la hidrosfera (fundamentalmente los océanos) y la litosfera (la capa superficial sólida de la Tierra), que juntos construyen la ‘casa’ del CO2. Pero una de las singularidades de este gas es que lo pequeño se vuelve grande. Su proporción en la atmósfera es la menor de estos cuatro reservorios, y sin embargo desempeña el papel más trascendente frente al resto.
“En los últimos 800.000 años, la concentración de CO2 en la atmósfera fluctuó entre las 170 y 330 partes por millón (niveles muy aceptables para la sostenibilidad del planeta), pero desde los últimos 170 años, y de forma enormemente acelerada en las tres últimas décadas, se ha disparado hasta unos valores que alcanzan en la actualidad 415 partes por millón”, advierte el investigador.
El calor del dióxido de carbono en la casa común
Las emisiones de CO2 se han multiplicado y tienen consecuencias. Es un gas que contribuye al calentamiento del planeta aunque no sea el único. También otros gases naturales (metano, óxido nitroso) o artificiales (gases fluorados) forman parte de los tan mentados gases de efecto invernadero (GEI). De hecho, su aumento en la atmósfera es lo que desencadena el cambio climático, la crisis climática o la emergencia climática. Son tres términos muy cercanos que se utilizan para describir el calentamiento global que sufre la Tierra.
Las estadísticas oficiales confirman que no han bajado las emisiones de CO2 durante los últimos años (exceptuando los meses de confinamientos y la caída drástica de la actividad en muchos países debido a la pandemia). En 2017, por ejemplo, la Unión Europea (UE) de los veintisiete emitió 3,9 Gton CO2e (gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente).
“Esto representa el 7% de los GEI. Por esta razón, si la UE-27 alcanzara la neutralidad climática tendría un gran impacto en el desafío climático”, reflexiona Joseba Eceiza, socio de la consultora McKinsey & Company. Desde luego, no todos los ámbitos de actividad industrial emiten las mismas cantidades a la atmósfera. Las emisiones se reparten, sobre todo entre cinco sectores: transporte (28%), industria (26%), generación de electricidad (23%), edificios (13%) y agricultura (12%). Sin olvidar los combustibles fósiles, que son la principal fuente (80%) de GEI.
Reducir emisiones de dióxido de carbono a toda costa
¿Cuál es el impacto real para las personas y la sociedad del exceso de emisiones y la huella de carbono? “Las consecuencias en un futuro no tan lejano podrían ser enormes, y en algunos lugares catastróficas, a no ser que se produzca una reducción drástica en la década que hemos empezado este año”, valora Eceiza.
Si la sociedad no rebaja sus índices de emisiones de CO2 a la atmósfera, los informes científicos auguran múltiples riesgos e impactos. Por ejemplo, problemas de abastecimiento por el colapso de las cosechas, disminución del agua potable (por primera vez en la historia cotiza en el mercado de futuros, como si fuera oro o trigo), subidas del nivel del mar, extinción de especies, la desaparición de ecosistemas enteros (sobre todo los más frágiles como los arrecifes de coral), el aumento de sequías, huracanes o tifones, migraciones masivas por causas climáticas y geopolíticas asociadas… Crece la fragilidad de los ecosistemas y muchos futuros problemas ni siquiera son predecibles hoy.
Primero medir el CO2, después remediar
Pero para solucionar el desafío del exceso de este gas, es esencial calcular la huella de carbono. Hace falta una cinta métrica. En principio se estima en gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente, la fórmula más empleada. Sin embargo, distintos GEI tienen diferentes impactos en el calentamiento global, y el del CO2 destaca porque puede permanecer durante décadas en la atmósfera.
El metano calienta más pero su vida media es inferior, apenas alcanza los 12 años. No existe una relación directa y proporcional entre la reducción de metano y la de CO2. Por eso la Unión Europea utiliza como vara de medir el potencial de calentamiento de los gases GEI en 100 años.
Esta acumulación de CO2 implica además graves consecuencias económicas. “El informe Stern [uno de los más reconocidos entre un gran número de trabajos que miden estos efectos] describe que un incremento medio de entre 2 y 3 grados centígrados en el calentamiento podría provocar una pérdida de hasta el 3% del Producto Interior Bruto (PIB) del mundo. Si el calentamiento fuera más elevado y oscilara entre 5 y 6 grados centígrados, la pérdida podría alcanzar el 10%”, señala Rafael Sardá.
En busca y captura del CO2
La atmósfera se ha modificado. La concentración de CO2 es mayor que nunca, la temperatura media desde la revolución industrial ha aumentado aproximadamente 1ºC y el forzamiento climático (la diferencia entre la luz solar absorbida por la Tierra y la energía irradiada de vuelta al espacio) se ha incrementado durante ese periodo 2,3 vatios por metro cuadrado. Todos estos números trazan una ecuación complicada. Para resolverla, la ciencia ya trabaja en distintas alternativas como por ejemplo las tecnologías de captura y almacenamiento de CO2.
El CSIC español y la Universidad Técnica de Freiberg (Alemania) investigan un método innovador para almacenar el gas en el subsuelo de forma segura. No es fácil técnicamente, pero resulta factible. “En torno al 20% de las emisiones de CO2 proviene de procesos industriales, como la producción de cemento, acero o etanol, que seguirán emitiendo este gas aunque toda la energía que consuman proceda de fuentes renovables”, detalla Víctor Vilarrasa, investigador del CSIC y autor del estudio. La idea es capturar este dióxido de carbono y contenerlo bajo tierra. El problema: como se suelen utilizar rocas porosas y permeables situadas entre uno y tres kilómetros de profundidad, existe riesgo de fuga.
El CO2 es menos denso que el agua y, por tanto, flota. Esto es un inconveniente. ¿Cómo esquivarlo? Inyectando el gas donde la temperatura y la presión sean superiores a 374 grados centígrados y 218 atmósferas, respectivamente. Estas condiciones se encuentran en zonas volcánicas entre tres y cinco kilómetros de profundidad. Por eso las Islas Canarias (España), Italia o Turquía serían lugares propicios. Se trata de tecnologías aún en fase de experimentación, pero se calcula que cada pozo podría albergar emisiones equivalentes a la actividad de 1,1 millones de personas.
Un 46% de las emisiones que antes eran contrarrestadas ahora se quedan en la atmósfera y provocan el incremento de los GEI, el calentamiento global y lo que llamamos cambio climático
En este contexto, reducir la emisión del gas es un reto que llevará tiempo y se hará de forma escalonada. No existen recetas mágicas, solo constancia. El dióxido de carbono convive con la civilización humana desde hace miles de años. Durante todo este tiempo, el balance energético terrestre ha estado equilibrado, los mecanismos de captación de CO2 vía fotosíntesis y los procesos de respiración de los seres vivos han mantenido esta armonía. Pero se ha perdido el equilibrio.
Descarbonizar por sectores
“Un 46% de las emisiones que antes eran contrarrestadas ahora se quedan en la atmósfera y provocan el incremento de los GEI, el calentamiento global y lo que llamamos cambio climático”, resume Rafael Sardá. ¿Entonces? La respuesta es el tiempo. La Unión Europea —sostiene Joseba Eceiza— podría alcanzar las emisiones netas nulas en 2050. Pero habrá un orden y un plazo, según cada sector. Y el comienzo, apunta el experto, es la electricidad para sustituir en el mayor volumen posible a las energías contaminantes.
Según McKinsey & Company, ese avance se consolidaría en la primera mitad de la década de 2040, dado que la generación de energías renovables ya es competitiva y disponible a gran escala. Un poco más tarde, hacia 2045, el transporte podría estar electrificado de forma intensa, aunque la descarbonización tendrá que esperar en la aviación y la navegación a larga distancia. Y tal vez habrá que recurrir a los biocombustibles para reducir sus emisiones.
Después le tocaría el turno a los edificios y, en 2050, este proceso alcanzará más de lleno a la industria, sin duda uno de los sectores más difíciles de descarbonizar especialmente en su variante pesada. Las tecnologías necesarias para lograr esa conversión aún no están totalmente desarrolladas, por ejemplo para electrificar el sector del acero o el cemento.
La transformación, más allá de la electricidad limpia, también alcanzará a la tierra fértil, al suelo. La agricultura usará técnicas mucho más eficientes y sostenibles, mejores fertilizantes, combustibles alternativos, compost… Esto implica que los humanos deberán nutrirse de otra forma, ya que más de la mitad de las emisiones de dióxido de carbono del sector alimentario proceden de la ganadería.
El álgebra del CO2 se basa en el equilibrio. La actividad humana lo ha desvencijado en las últimas décadas. Pero aún está a tiempo de hallar la solución.