Los almendros de California, el hidrógeno y la captura de dióxido
Cómo usar la biomasa vegetal para generar energía y, al mismo tiempo, capturar el dióxido de carbono (CO2) antes de que se libere a la atmósfera. Una empresa de EE. UU. desarrolla una tecnología que permite separar el hidrógeno, que venderán como combustible, del dióxido de carbono, que almacenará bajo tierra.
Apenas hay dióxido de carbono en la atmósfera. Y, aun así, hay demasiado. La capa de gas que rodea nuestro planeta está compuesta en su mayoría por nitrógeno y oxígeno y solo contiene una pequeña parte de CO2. Los últimos datos del observatorio de Mauna Loa, en Hawái, nos hablan de un 0,0418 %. El problema es que hace 60 años la concentración era del 0,0319 %.
Puede parecer poca diferencia, pero unos decimales a escala planetaria significan un mundo. El CO2 es un gas de efecto invernadero que ayuda a la Tierra a retener parte del calor que llega del sol. Si su concentración aumenta de forma repentina (tal como ha pasado por la quema masiva de combustibles fósiles y la deforestación), se produce un desequilibrio en la balanza energética del planeta y todo el sistema climático se pone a temblar. Se ponen en riesgo las condiciones de vida de las que disfrutan muchas especies, incluida la nuestra.
Para frenar este abrupto cambio climático tenemos dos caminos paralelos que recorrer. Uno, el más evidente, es dejar de emitir gases de efecto invernadero. El otro, tal como ha señalado el panel de expertos en cambio climático de la ONU (IPCC), pasa por retirar el exceso de CO2 de la atmósfera. Para ello se han probado muchas tecnologías, todas por ahora inviables a gran escala. Pero los almendros de California quizá tengan la solución al problema.
Una tecnología más antigua que el ser humano
El carbono ha formado parte de nuestro planeta desde sus orígenes. Se cree que el CO2 ya estaba presente en la atmósfera primigenia de la Tierra hace 4.500 millones de años, sentando las bases de un ciclo biogeoquímico que da sentido a la vida y que sigue en marcha hoy en día. No hay organismo en el planeta que no tenga carbono en su interior.
A muy grandes rasgos, este elemento pasa de la atmósfera (donde está en forma de CO2 y metano) a la biosfera a través de la fotosíntesis. Es decir, las plantas, las algas y muchas bacterias lo fijan en forma de hidratos de carbono. A partir de ahí, pasa a las dietas del resto de seres vivos, recorriendo la cadena trófica. Cuando la vida llega a su fin, durante la descomposición, el carbono regresa en forma de gas a la atmósfera. Y vuelve a empezar.
Así, el planeta lleva millones de años perfeccionando la mejor tecnología de absorción y almacenamiento de carbono: las plantas. Por eso, cuando en 2001 el sueco Kenneth Möllersten describió por primera vez el potencial de la bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS, por sus siglas en inglés), todo tuvo sentido. Teníamos que aprender a usar la biomasa vegetal para generar energía capturando el carbono antes de que fuese liberado a la atmósfera. Y ahí es donde entran los almendros californianos.
Árboles que no liberan CO2
La materia orgánica almacena carbono; las plantas lo hacen en grandes cantidades. Pero al descomponerse o ser quemadas, este vuelve a la atmósfera. Así, la gran pregunta en el desarrollo de BECCS siempre ha sido: ¿cómo extraemos la energía de la biomasa sin que se libere todo el CO2 que habíamos logrado almacenar? La ‘startup’ estadounidense Mote cree haber dado con la respuesta: el hidrógeno y el almacenamiento profundo.
La compañía está construyendo una planta que usará los restos de biomasa de las plantaciones de almendros de California (y otros tipos de explotaciones agrícolas de la región) para generar hidrógeno. Calentando las podas y las cáscaras de los frutos por encima de los 800 grados centígrados, logrará separar el hidrógeno del dióxido de carbono. Mientras el primero podría venderse como combustible limpio, el segundo sería bombeado a gran profundidad, donde se almacenaría durante siglos.
Esta primera planta experimental producirá 20.000 kilos de hidrógeno al día y almacenará 150.000 toneladas de CO2 al año. Es solo un pequeño paso. Aun así, un informe de Energy Futures Initiative publicado el año pasado señala que las tecnologías BECCS tienen la capacidad de eliminar entre 1.000 y 15.000 millones de toneladas de CO2 anuales. El IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático) estima que, en función de cuánto sigamos emitiendo, necesitaremos retirar entre 100.000 millones y un billón de toneladas de dióxido de carbono de la atmósfera antes de final de siglo.
El punto fuerte de tecnologías como la de Mote es su precio. Costaría entre 55 y 120 euros por tonelada extraída, según cálculos del Laboratorio Nacional de Oak Ridge, muy por debajo de los más de 600 euros por tonelada que cuesta la extracción directa del aire. Además, este gasto podría sufragarse parcialmente con la venta de hidrógeno, y son muchas las empresas interesadas en invertir para compensar sus emisiones de carbono.
Así, el mayor problema que ahora tiene Mote sobre la mesa no es tecnológico ni financiero, sino logístico. No sabe bien dónde y cómo almacenar el CO2 bajo tierra. De que lo solucione de forma efectiva depende que podamos usar la tecnología milenaria de los almendros para resolver uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos como especie.