Cambio climático: ¿Qué pasaría si desapareciese el Laboratorio de Monitorización Global?
Todo comenzó con un observatorio en un volcán hawaiano hace 63 años. Esa instalación sentó las bases para el Laboratorio de Monitorización Global (GML), hoy esencial para entender el cambio climático y sus causas. Sus conclusiones son aceptadas por la comunidad científica. Y la cosa no va bien.
El Mauna Loa es uno de los techos del mundo. Su magnitud es incluso mayor que la del monte Everest, aunque buena parte de su inmensidad está oculta bajo las aguas del océano Pacífico. Si sumamos las laderas submarinas con la parte que emerge bajo la superficie, este volcán hawaiano alcanza los 8.848 metros de altura. Allí arriba, bajo un cielo aparentemente limpio a miles de kilómetros de las fábricas y los atascos, empezó a medirse el cambio climático hace ya casi 55 años.
Cuando Charles David Keeling plantó sobre el Mauna Loa su observatorio de medición de gases atmosféricos en 1958, ya sabíamos que podíamos estar cambiando el clima. Eunice Foote y Svante Arrhenius habían descubierto el poder de efecto invernadero del CO2 y cómo la quema de combustibles fósiles podía estar incrementando su concentración. Y Guy Callendar había constatado que la temperatura del planeta había aumentado de forma sostenida en el último siglo.
Pero el observatorio de Keeling puso todo en perspectiva y, además, sentó las bases del Laboratorio de Monitorización Global (GML, por sus siglas en inglés). Sin él, sería imposible entender qué está pasando con el clima del planeta y cuáles son sus causas.
¿Qué es el GML?
El trabajo de Charles David Keeling en el observatorio de Mauna Loa sirvió para probar la relación directa entre el incremento de los gases de efecto invernadero (GEI) y la subida de la temperatura media terrestre. De hecho, el gráfico que muestra la tendencia creciente de la concentración de CO2 en la atmósfera se conoce como curva de Keeling.
El observatorio, que en origen funcionaba bajo el paraguas del Scripps Institution of Oceanography, pasó luego a manos de la administración oceánica y atmosférica de Estados Unidos (más conocida como NOAA). A finales de los años 60 del siglo pasado, otras tres estaciones se sumaron a la de Mauna Loa: Barrow (al norte de Alaska), Tutuila (Samoa Americana) y Polo Sur (en plena Antártida). Las cuatro dieron forma a la Red de Referencia Global de Gases de Efecto Invernadero y al nacimiento del GML ya en los 70.
“Estos observatorios de base, colocados de norte a sur, fueron elegidos porque estaban lejos de fuentes de emisiones locales y sumideros de gases de efecto invernadero. Las mediciones resultantes fueron clave para determinar el potencial de afectar el clima que tenía la quema de combustibles fósiles”, explica Edward Dlugokencky, responsable actual de la medición de gases de efecto invernadero del GML.
Hoy, la Red de Referencia Global de Gases de Efecto Invernadero es el sistema más longevo de medición de dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O), los tres gases con mayor potencial para alterar el clima. En la actualidad, existen otras redes de medición, pero si el GML y su red de observatorios desaparecieran, perderíamos la perspectiva sobre un problema que no ha hecho más que incrementarse en los últimos 60 años.
¿Cómo funciona el GML?
Tras más de cinco décadas acumulando datos, el observatorio de Mauna Loa y sus tres compañeros en el GML han llegado a una serie de conclusiones que hoy son aceptadas por una mayoría abrumadora de la comunidad científica:
- La concentración atmosférica de gases de efecto invernadero (GEI) sigue aumentando y lo hace además a un ritmo sin precedentes.
- Por ahora, los océanos y la tierra han sido capaces de absorber y retener más de la mitad de los gases emitidos.
- La presencia de gases que dañan la capa de ozono ha disminuido de forma progresiva en los últimos años, gracias a la prohibición global de usar este tipo de compuestos químicos.
- El incremento de las emisiones de metano (un gas de mayor potencial de efecto invernadero que el CO2, pero de vida más corta) se acelera, pero no parece estar relacionado, por ahora, con el deshielo del Ártico.
“Para medir los GEI utilizamos dos métodos: análisis in situ en los observatorios y muestras de aire tomadas de forma discreta y analizadas por el mismo sistema para garantizar su coherencia”, señala Edward Dlugokencky. “Los estándares en sí mismos, que preparamos y ponemos a disposición de la comunidad internacional, nos permiten comparar las mediciones de hoy con las de hace muchas décadas. Y, si todos usan estos mismos estándares, aseguramos que los datos de todo el mundo son consistentes”.
El trabajo es mucho más complejo que medir y anotar un número. Deben tenerse en cuenta todos los factores locales que pueden influir en las mediciones, como el momento del día o del año, la temperatura o el viento. Y, aunque no siempre es posible, también se intentan separar los gases de origen natural y los de origen antropogénico. Los primeros formarían parte de los procesos habituales de la Tierra, sobre los que no tenemos control. Los segundos provienen de las actividades humanas y provocan un exceso de efecto invernadero que está recalentando el planeta.
“Para el metano, por ejemplo, utilizamos mediciones de pequeñas variaciones en la composición isotópica del carbono [los isótopos son diferentes tipos de átomo de un mismo elemento] para discriminar entre la influencia de los humedales naturales en las emisiones y la de los combustibles fósiles”, añade el investigador de la NOAA.
A partir de los datos de los cuatro observatorios base de la red del GML, se trazan las medias globales de gases de efecto invernadero. Estas medias se han contrastado con otras mediciones hechas en redes más extensas y son consistentes, por lo que por su fiabilidad se han convertido en la referencia global de cuánto CO2 y cuánto metano seguimos bombeando a la atmósfera.
Se tomen los datos que se tomen, y se usen los observatorios y las redes que se usen, la realidad no cambia. Seguimos emitiendo gases de efecto invernadero como si no hubiese mañana; y es así a pesar del Acuerdo de París, los compromisos climáticos y el parón que provocó la pandemia (que generó un descenso del 6,4 % en las emisiones que no tuvo repercusión en los niveles de concentración de gases).
“La pequeña disminución de las emisiones de CO2 durante la pandemia creó cierta confusión: mucha gente esperaba que la concentración de CO2 atmosférico disminuyese como resultado. Pero no”, concluye Edward Dlugokencky. “Aunque empecemos ahora, las reducciones de emisiones serán muy graduales. Se ralentizará el aumento, pero tardaremos mucho tiempo en notar la reducción de la concentración de gases de efecto invernadero. En el caso del CO2, una fracción de lo emitido permanecerá en la atmósfera durante cientos o miles de años”.