Deflación vs. inflación: qué son y por qué nos preocupan
En la economía existen muchos precios. Por ejemplo, tenemos los precios de las materias primas que utiliza la industria, o los precios del trabajo, es decir, los salarios. Pero preocupan de una forma especial los relacionados con nuestra “cesta de la compra” habitual. Estos precios reflejan nuestro poder adquisitivo, lo que podemos comprar con nuestra renta, y la inflación y la deflación reflejan en ese caso la evolución del poder adquisitivo de una determinada cantidad de dinero a lo largo del tiempo.
Pero no todos consumimos lo mismo, de forma que se ven beneficiados aquellos que consumen los productos que se abaratan más (en un entorno de deflación) y se ven perjudicados quienes consumen lo que más se encarece (en un contexto inflacionista).
La inflación y la deflación como procesos
Un aumento puntual de los precios no conduce necesariamente a la inflación, del mismo modo que una reducción puntual de los mismos tampoco conduce a la deflación. La palabra clave es “conduce” porque la inflación tiene capacidad para generar nueva inflación y la deflación puede conducir a nueva deflación.
Ese proceso de conducción de la inflación a nueva inflación o de la deflación a nueva deflación se ve influido de forma crucial por las expectativas de los agentes económicos. Por ejemplo, si los vendedores esperan que los precios suban, pueden decidir que es mejor posponer la venta. Lo mismo les sucede a los compradores cuando piensan que la deflación hará más barato comprar dentro de un tiempo.
Asimismo, es clave en este proceso en el que la deflación o la inflación se alimentan a sí mismas la interrelación entre los diferentes precios que encontramos en la economía. Por ejemplo, ante una subida prolongada de los precios de consumo o ante una expectativa de que esta subida se produzca, los trabajadores podrían demandar mayores salarios para mantener su poder adquisitivo. Ese aumento de los salarios elevará los costes de las empresas (pues los salarios representan el precio de uno de los factores de producción clave: el trabajo). La subida de los costes empresariales acabará repercutiéndose, en mayor o menor medida, en los precios finales de los bienes y servicios que se consumen. En definitiva, es posible que lleve a más inflación.
Los peligros de la inflación y la deflación
Como hemos visto, la inflación reduce el valor del dinero, es decir, reduce la cantidad de bienes y servicios que se pueden consumir con la misma renta. Por tanto, la inflación puede llevar aparejado un menor consumo de determinados bienes (premiando el consumo de primera necesidad sobre el consumo de otros bienes), un menor ahorro a lo largo del tiempo o una reducción del ahorro acumulado (lo que supondrá menor consumo futuro). En definitiva, la inflación suele tener un impacto negativo sobre la demanda, que puede acabar repercutiendo en una menor producción (ajuste de la oferta), menor inversión (las empresas venden menos, tienen menos ingresos, tienen menos recursos para invertir y les resulta más caro financiarse) y menor crecimiento económico.
En el caso de la deflación, ésta es más probable que se produzca en sectores relacionados con el consumo de bienes duraderos (electrodomésticos, vehículos, productos electrónicos,...), pues el consumo de bienes de primera necesidad, como la alimentación, por ejemplo, suele ser más resistente. En ese caso, la expectativa de la caída del nivel general de precios puede generar un círculo vicioso: es posible que se produzcan desincentivos a la demanda que lleven a mayores reducciones de precios. Los cada vez menores precios acabarían por producir también un ajuste a la baja por el lado de la oferta, y derivar en destrucción de empleo (y menor consumo) y menor inversión. En definitiva, la deflación podría acabar desembocando también en un menor crecimiento económico o en una recesión.
El objetivo: la estabilidad de precios
Debido a que tanto la inflación como la deflación pueden tener consecuencias negativas para la economía de un país o región, las autoridades monetarias suelen buscar como objetivo una cierta estabilidad de precios. Eso ofrece mayor previsibilidad a los agentes económicos y evita caer en los peligros de la inflación y de la deflación. En el caso de la eurozona, esto se traduce en una inflación objetivo del 2%.