Un Chile más sabroso
Chile cambió. Creció. Maduró. Dejó de ser ese niño con poca autonomía que miraba hacia el lado, tomando prestadas las técnicas y los insumos. Incluso dejó de ser ese adolescente que, con exceso de talento pero con poco criterio, mostraba más forma que fondo.
Chile ahora encontró un camino claro, y se nota no sólo en las grandes cocinas, de mantel largo y con algún número en la lista de los 50 Mejores del Mundo, sino que también en las jóvenes y sencillas cocinas de barrio. Chile cambió, y para mejor. Hoy nos encontramos con un Chile con identidad, con sentido de lugar. Un Chile que en su cocina reconoce el paisaje, la gente, la cultura. Un Chile a la altura de las grandes potencias gastronómicas y, lo que es mejor aún, un Chile a la altura de sí mismo. Sí. Chile tomó un lugar que le pertenecía sin saberlo. Porque mirarse al espejo es fácil, pero reconocerse es algo diferente. Y extraviarse inquieta.
Son las nuevas generaciones las más decididas. Las que hoy reclaman memoria. Y es que, hasta un punto, demorarse era peligroso. Un país sin memoria es un país sin identidad y sin historia, sin suelo. Y un país sin raíces es, por lo bajo, perecible. En esto de conservar ya han hecho buen trabajo Rodolfo Guzmán y su equipo de Boragó. Más que cocineros, más que transformadores de comida, se han convertido en recolectores, en investigadores, en estudiosos de una cocina que no conocíamos.
La cocina Boragó intenta replicar el paisaje chileno dentro de un plato con ingredientes endémicos del país.
Algas, hongos, maderas, flores, brotes, semillas y todo un enciclopédico etcétera, puestos en la mesa como permanente homenaje a lo que somos sin saber. Cocina endémica, propia. Cocina, aunque a veces no sea del todo amigable –porque así es nuestra geografía comestible–, de territorio. Algo en ciertos puntos hermanable con lo que hace 99 Restaurante, en una clave quizás más neta, directa. Aquí, el talento de Kurt Schmidt en lo salado y Gustavo Sáez en lo dulce –quien calificó para representar a Chile en el Mundial de Pastelería–, se despliega desde el montaje hasta el retrogusto. Todos los sentidos hacen un complot. Los caldos, las salsas, las carnes, los encurtidos y hasta un kimchi y una ginger beer casera, hacen una fiesta en el paladar. Sabroso, preciosista, arriesgado. Eso es 99. Y no necesita tres dígitos para llegar más lejos.
Kurt Schmidt y Gustavo Saez. Restaurante 99.
La mirada de Carolina Bazán en su Ambrosía también dio un paso adelante. Desde su cocina salen platos que no hablan de un Chile literal –no hay recetas revisitadas ni versiones dos-punto-cero– pero sí explora la inmensa despensa de mar y tierra y la lleva a conversar con ciertos guiños asiáticos y europeos, a los que les permite conocerse cara a cara. Así, un atún de Isla de Pascua se deja acompañar por la quínoa andina y la leche de coco del Sudeste Asiático; o una trufa negra del lago Ranco coquetea con unos tagliatelles claramente italianos. Se trata de una propuesta femenina, delicada, exquisita, llena de capas. Una mirada personal con una sazón que ha sabido domar, y un complemento en sala –su pareja, Rosario Onetto– que redondea la experiencia. Comer y beber. Vivir y ser feliz.
En apenas 12 metros cuadrados, el cocinero Rolando Ortega se las arregla para dar de comer a 150 comensales por día, sólo en el turno de almuerzo, que es cuando atiende. Su propuesta en Salvador Cocina y Café es sencilla, humilde, deliciosa, muy aferrada al recetario familiar, ése que se traspasa sanguíneamente. En el microcentro de Santiago, Rolando montó un micromundo de sabores nostálgicos, color sepia. Su carta cambia a diario, según lo disponible en los mercados cercanos. Porque todo lo que aquí se cocina es fresco, de estación, de calidad. Todo hecho a mano, con paz-ciencia y en porciones abundantes. Una ley popular que aquí es más que ley. Parecido a lo que se cocina en Maestranza, un local pequeño, lleno de pizarras y un precioso caos controlado, dirigido desde los fogones por Cristián Gaete, un joven cocinero que recolecta las recetas de sus abuelos y las trae al presente. Todo lo que aquí se cocina cambia a diario y proviene del barrio (Franklin), un sector popular en donde abundan los pequeños mercados y las ferias, incluyendo un local en el que despostan al animal entero en cosa de minutos.
En cada uno de ellos hay ilusión, nostalgia, apego por la tierra y el producto. Cada vez importan menos las técnicas, si el producto –por muy humilde que sea– es una joya. A los cocineros se les oye hablar del productor, de la estación, del comercio justo. Buscan autenticidad, origen, verdad. Algo en lo que ya están trabajando los tres hermanos Roca, del Celler de Can Roca (mejor restaurante del mundo 2013 y 2015) para rendir un homenaje a Chile, su gente, sus productos, sus cocinas, su paisaje y sus vinos. A fines de agosto y principios de septiembre, los cocineros triestrellados se trasladarán con todo el equipo de cocina y sala para replicar la experiencia Roca, pero con todo el caldo que Chile les proporciona y en el que se han inspirado. Hubo varios viajes de prospección de los cocineros para reencontrarse con este Chile diverso y camaleónico. Y toda esa inspiración quedará plasmada en esta serie de cenas que serán el cierre de la gira Celler de Can Roca BBVA 2016. Un final poderoso para mostrar a este Chile que creció y cambió, y que está más sabroso.