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Cerveza de chufa y "no son mejillones": así fue la visita de Jordi Roca a Valencia

(Conversación de hace unos días entre un madrileño y una valenciana:

  • Estuve en Valencia y probé la cerveza de chufa… ¡me gustó mucho!
  • ¿Cerveza de chufa? No, hombre. Querrás decir horchata ¡Con la chufa no se hace cerveza!
  • ¡De verdad, era cerveza! ¡Y estaba buenísima! )

La mayoría de los valencianos no sabe que, en su tierra, las chufas sirven para hacer cerveza. Y aceite corporal. Y harina de repostería. Tampoco saben que en el mismo puerto de la ciudad, 22 bateas cultivan, entre transatlánticos y barcos cargueros, más de 700 toneladas al año de clóchinas, un apreciado molusco “hermano” del mejillón gallego, más pequeño, más pálido y, según los lugareños, más sabroso y difícil de encontrar.

Jordi Roca, repostero de El Celler de Can Roca, ha visitado durante dos días la capital del Turia y su entorno, para descubrir la gastronomía local como paso previo a la parada de la Gira BBVA que homenajeará la cocina valenciana el próximo mes de octubre a través de una cena única, a base de productos y platos tradicionales de la zona.

La andadura del cocinero de Girona comenzó temprano en el Parque Natural de la Albufera. Allí, guiado por Rafa Viel, productor de arroz, y Santos Ruiz, gerente de la Denominación de Origen Arroz de Valencia, a Jordi Roca le fascinó la cultura del arroz, sus decenas de variedades –todavía un misterio para los millones de aficionados a la paella-, y la complejidad del sistema para repartir el agua de riego.

Bajo el sol de Levante, los graznidos de centenares de patos que roban las semillas recuerdan que el cultivo del arroz sigue siendo una tarea ardua. “Aquí, que sepamos, hay arrozales desde hace 1.200 años”, explica Rafa Viel. “Hemos aprendido mucho en estos siglos, por ejemplo a gestionar el agua de forma común, pero seguimos sufriendo plagas y tenemos que adaptar los tractores a mano nosotros mismos, porque no es rentable para las marcas fabricarlos para que funcionen en terrenos inundados”.

Viel explica que hay 14.000 hectáreas de arrozales (unos 18.000 campos de fútbol) en el Parque Natural, sometidas a una regulación especial para proteger la fauna y la calidad del aire, lo que obliga a anegar los terrenos para que aniden las aves –que luego se comen los granos de arroz- e impide quemar la paja sobrante para controlar los niveles de CO2.

Variedades de arroz en el laboratorio de la Cooperativa de Productores de Semillas de Arroz de Valencia - BBVA

No obstante, en la Albufera se producen algunos de los mejores arroces del mundo, en medio de un espectáculo que cada vez atrae a más turistas de todo el mundo: el proceso de inundación de los campos mediante gravedad desde el Júcar a kilómetros de distancia. Centenares de acequias, canales y compuertas, algunas construidas por los árabes en el siglo VII, conducen de forma hipnótica millones de hectolitros que avanzan lentos hasta que alcanzan el mar.

Abrumado por lo grandioso del paisaje, en el que miles de cuadrículas de agua hasta el horizonte mezclan airosas el calor que baja del cielo con la humedad que emana de la tierra, Jordi Roca visitó la Cooperativa de Productores de Semillas de Arroz de Valencia. En su laboratorio, Santos Ruiz explicó al repostero catalán las distintas variedades de granos y sus aplicaciones culinarias: “El arroz es como una almendra, que tiene cáscara, piel y fruto. Es más blanco según se pula en el molino, y cuanto más blanco absorbe mejor el sabor, pero es menos firme y es más sensible a la sobrecocción”.

“Para los valencianos el arroz es un conductor del sabor, por eso aquí no se cuece con agua, sino con caldo. Y por eso nos gusta que esté cocinado hasta el centro, porque además es menos indigesto. En Valencia los granos son más redondos, porque absorben mejor el sabor. En el resto del mundo son más largos, porque quedan más sueltos”, resume Santos Ruiz, didáctico.

"No hay arroces mejores o peores, sino que depende del gusto del consumidor, y también de las circunstancias" - BBVA

En Valencia Jordi Roca aprendió a distinguir el arroz tipo senia, el más habitual de la región, extremadamente cremoso pero difícil de cocinar porque “si lo cueces dos minutos de más, se pasa”. Por supuesto, el famoso arroz bomba, “que queda más suelto al cocinar y es más seguro, porque tienes entre cinco y seis minutos de margen a la hora de cocerlo”. Y el tipo albufera, “que no admite la sobrecocción como el bomba, pero resiste muy bien el reposo, y por eso se usa mucho en los restaurantes”.

Rodeado de frascos de muestras y herramientas de joyero con las que se analizan los granos, Santos Ruiz termina su instructiva lección con un ejemplo al alcance de todos: “No hay arroces mejores o peores, sino que depende del gusto del consumidor, y también de las circunstancias. Si yo tengo que cocinar para 30 amigos, utilizo el arroz bomba porque sé que no falla, y no podrán criticar mi paella; pero si tengo que llevar arroz a mi madre para que cocine en familia, ella sólo querría del tipo senia”.

La chufa, orgullo regional

Y tras el arroz, la chufa. Ese otro producto que, junto con las naranjas, ha contribuido a la identificación de Valencia en el mundo. Jordi Roca trabó contacto con el tubérculo en la Horchatería Daniel, famosa por la bebida y por sus fartons, unos bollos calientes y largos que se mojan en la horchata para ensalzar su sabor. Los hermanos Daniel y Carmen Tortajada dirigen un establecimiento que abrió en los años 40, hoy sitio de paso obligado para valencianos, turistas y ‘celebrities’ de toda laya. Ambos contaron que hoy la horchata se consume incluso caliente mezclada con café, y con ella se elaboran galletas, turrones y todo tipo de productos de repostería.

La visita técnica se produjo en la empresa Terra i Xufa, donde Jordi Roca conoció, gracias a su amigo el chef Ricard Camarena, a Kike Navarro y Paco Planells, dos emprendedores locales que cultivan chufas de forma ecológica. Fueron ellos quienes le dieron a degustar la cerveza, y con quienes probó en su piel el aceite corporal para el que hoy se utilizan las chufas. De su mano visitó una cambra, donde miles de kilos del tubérculo se secan durante tres meses utilizando sólo corrientes de aire.

Jordi Roca visita un secadero de chufas - BBVA

Al amparo de la Denominación de Origen, Valencia produce al año unos tres millones de kilos de chufas, que se licuan en unos 15 millones de litros de horchata. Una industria gigante, cuya rentabilidad ha frenado el crecimiento inmobiliario de la ciudad, dando lugar a un paisaje de huertas y campos pegados al extrarradio de la gran urbe.

Huertas en la tierra y en el mar

Ricard Camarena, el cocinero más conocido de Valencia gracias al restaurante con estrella Michelín que lleva su nombre, ejerció como inmejorable anfitrión del viaje de Jordi Roca. El chef, vanguardista por la fineza de sus verduras y por el ingenio de sus caldos, tenía aún una gran sorpresa reservada para su homólogo de El Celler de Can Roca: una incursión matutina en el mar, a orillas del puerto de la ciudad, donde conviven miles de contenedores con turistas que suben y bajan de cruceros colosales.

Previamente, la tarde anterior, la puesta de sol acogió a Jordi Roca entre las verduras del agricultor Toni Misiano, proveedor primordial de Camarena, a quien surte de productos en tiempo récord: “Si me pide cien flores de calabacín, las corto al amanecer y en 10 minutos las tiene en el restaurante”. El chef valenciano asiente y reconoce que semejante frescura no tiene precio, y añade que su colaboración con Toni va más allá de la tierra, puesto que entre ambos se ha instalado una confianza casi ciega. “Al principio yo llamaba a Toni y le pedía alcachofas pequeñas, y él me decía que cosecharlas tan pronto era un desperdicio. Ahora entiende por qué las necesito, y se le ocurren opciones interesantes para mis restaurantes. Trabajando juntos, los dos hemos crecido mucho gracias al otro”.

Después de la huerta de tierra, Jordi Roca entró en la huerta de mar. Juan Aragonés lleva varias décadas trabajando en la misma batea. Pero, a diferencia de las bateas gallegas, situadas en mar abierto, la suya está rodeada de muros. El puerto de Valencia le protege de los embates del mar, pero no del oleaje que provocan los inmensos barcos que transitan por su lado.

Jordi Roca en una batea de clóchinas, en el puerto de Valencia, el único del mundo donde se cultiva - BBVA

Otras 21 bateas como la de Juan se dedican en el puerto al cultivo de ostras y clóchinas, un molusco afín al mejillón, aunque menor en tamaño y con color más blanquecino. “No son mejillones, son clóchinas, escríbelo claro”, sonríe Juan ante los periodistas que acompañan a Jordi Roca.

El mediano de los hermanos dueños del mejor restaurante de España cruzó con alegría infantil en un pequeño barco los escasos 50 metros que separan la tierra firme de la batea de Juan. Y subió feliz al entramado de maderas flotantes que sostienen una precaria plataforma cubierta por una lona para protegerse del sol. De ella se descuelgan decenas de cuerdas hacia el fondo del mar, y en torno a cada una se aprietan cientos de conchas negras, algunas a punto para su recogida. Son las clóchinas valencianas, cuyo sabor auténtico a mar las han convertido en un manjar apreciado en la región levantina.

“El problema es que no hay muchas, por eso no son tan conocidas”, argumenta Juan. Y despidió a Jordi Roca, que regresó a Girona con una maleta repleta de sabiduría secular, fascinado por tanta nobleza escondida en productos que creía conocer. Y en el momento del adiós, Juan Aragonés, 30 años flotando con un mar de grúas en el horizonte, apostilla medio en broma, medio en serio: “Aunque quien prueba las clóchinas ya no quiere saber nada de los mejillones”.